'TIERRA A LA VISTA. Un paisaje de formas encontradas', Gabriela Albergaria, Ricardo Calero, Menchu Lamas, Verónica Moar, Inês Teles, Françoise Vanneraud
Artistas: Gabriela Albergaria, Ricardo Calero, Menchu Lamas, Verónica Moar, Inês Teles, Françoise Vanneraud
Fechas: 04 de Febrero a 30 de Abril 2021
Comisario: David Barro
¡TIERRA A LA VISTA!
UN PAISAJE DE FORMAS ENCONTRADAS
¡Tierra a la Vista! es una exposición que nos habla de descubrimientos y miradas de artistas capaces de configurar sus propios paisajes a partir de formas encontradas. Todos ellos trabajan la transformación de lo natural reestructurando sus posibilidades. Son artistas a los que les gusta destilar la naturaleza en paisaje, ya sea trabajando la territorialidad de la pintura o auscultando los materiales de esa naturaleza y sus límites para posar la mirada en esas formas que se aparecen, sean estas físicas o visuales. Por un lado, son artistas muy pictóricos, porque se dejan seducir por el tránsito y las texturas, por el acontecimiento y por cómo se disuelve lo consistente, aunque en sus muy diversas formas de proceder podríamos unir a muchos de ellos por sus acciones escultóricas, ligadas a la naturaleza o a sus fenómenos, así como por el uso del dibujo o los procesos artesanales como arma estructurante y performativa. Porque, aun cuando trabajan a gran escala, su verdadera narrativa se esconde en lo “infraleve”, en el desajuste o la imperfección, en un tiempo y espacio intersticial donde alcanzamos a descubrir los aspectos más frágiles de la materia.
¡Tierra a la Vista! se estructura como un paseo que incita al arte a vincularse nuevamente a la tierra, evitando su colonización para custodiar sus valores, máxime cuando nuestro presente ha demostrado la incapacidad de la política para dominar la naturaleza conformándola según sus fines. No es algo nuevo si atendemos a cómo Guy Debord describió hace ya cincuenta años a una sociedad cada vez más enferma, pero cada vez más poderosa hasta el punto de desarrollar un movimiento de dominación de la naturaleza que no se ha dominado a sí mismo. Por todo ello, una tarea fundamental del arte es defender la lentitud natural, la de sus propios procesos y la del mundo en general. ¡Tierra a la Vista! es una muestra serena, construida para un espectador paciente, de esos que no están tan apegados a la impaciencia de la novedad sino a un compromiso con una tradición que lejos de conservarse estática debe de ser protegida desde su reinvención. De ahí que los artistas que la componen sean capaces de humanizar sus paisajes, ya sean reales o imaginados, proponiendo un silencioso acercamiento a la realidad desde una mirada tan tensa como comprometida.
Un ejemplo es la instalación que presenta Françoise Vanneraud, un paisaje que contiene fragmentos de paisajes diversos que la artista acumula durante sus viajes. Interesada en auscultar el proceso y, más en concreto, nuestra experiencia con lo natural, entre lo que se oculta y lo que se desvela, trabaja el tiempo y el paisaje como territorio y como narrativa histórica, como memoria. A la desaparición de un punto de vista fijo, la artista le añade el sentido de dérive como manera alternativa de ver y habitar la realidad, clave para entender esa suerte de metagrafías discontinuas o fragmentarias que son sus obras plásticas, donde para encontrar algo resulta preciso perderse. De ahí esa sensación de lo efímero, que se refuerza en la presencia de un dibujo que se expande y dialoga con otros medios, en muchos casos para objetualizarse y derivarse en escultura, como si tratase de destilar la experiencia del vagabundeo en unos trabajos que proyectan una condición transterritorial. Françoise Vanneraud nos sumerge en una suerte de oquedad que nos proyecta a otro paisaje, insistiendo en el valor de la travesía, en el tránsito como exilio y como historia, en la tierra como desarraigo, como olvido, pero también como recuerdo afectivo.
En las obras de Inês Teles la realidad se resuelve igualmente como interrogante, como delicado enigma. Sus papeles, como los de Ricardo Calero, semejan sobrevivir siempre al límite de su desaparición retiniana. Ambos nos descubren y revelan cuestiones quebradizas, aunque elocuentes de la materia. Inês Teles porque se relaciona tanto con la materia como con la forma, que nunca es impuesta y en su acercamiento nos conduce paradójicamente a una lejanía porque se desliza sobre la fragilidad de las cosas para abordar su transformación. Se podría decir que esculpe una distancia movediza, que se desliza, que se abisma, como en el cine de Tarkovski, donde cualquier forma de acercamiento significa efectivamente un alejamiento. Porque es en la performatividad de lo procesual -ya sea en la repetición de los gestos, en la insistencia geométrica, en la aprehensión del resto como escritura, en la plasticidad de sus dibujos expandidos por la pared o en la espesura pictórica- donde se sustenta la base conceptual de su trabajo.
Mientras, Ricardo Calero convoca lo fluido de un modo menos críptico y más poético, plegando y desplegando el tiempo vivido, procurando horizontes mínimos, porosos, latentes en cualquier textura, en el accidente. Trabaja así el desgaste de la materia y, como Borges, entiende el tiempo como sustancia, penetrando en el espacio de la vida para encontrar eso que Gadamer llama en alemán verweilen, un aprender a demorarse en una obra dejando que la imagen despliegue su belleza. Por eso acude a los materiales naturales, que permiten que nuestra vista penetre en sus superficies para que la pátina del desgaste nos conduzca a otros paisajes, acercándonos a aquella aspiración de Cézanne de hacer visible cómo nos toca el mundo. Esa lectura de las texturas y la densidad, ese fraguar de las temperaturas ópticas y hápticas, revela la dimensión poética oculta de las obras del artista, que siempre procede desde lo mínimo del objeto, o más concretamente desde su resonancia, entre la proximidad de las soluciones y la distancia de las dudas.
En Menchu Lamas esa vulnerabilidad de la materia se advierte en imágenes o formas que semejan crecer hacia su extinción, a medio camino entre el extrañamiento y la pertenencia, un paisaje abierto, aunque paradójicamente inaccesible en su camino hacia la abstracción. En sus pinturas la imagen suspende su sentido y conforma un lugar propio. Lo sígnico, lo primitivo, lo gestual o la espacialidad del color, coexisten con el aparente deslustre de las formas sobre la superficie del cuadro, que se resuelve como una suerte de magma pictórico, dando protagonismo al residuo, al sedimento cromático, a la tensión enigmática. De ahí sus habituales formas laberínticas, sus cartografías, sus territorios de color, sus tramas tipográficas o sus derivas circulares, fórmulas para abismar nuestra mirada, que se pierde en una suerte de palimpsesto.
Más apegada a interpretar el paisaje como materia y como forma, en este caso desde la cerámica, Verónica Moar lo toma como punto de partida, pero también de llegada. Un paisaje que se desintegra y distorsiona, que se desfigura y se restaura, que se procesa. Lo geológico, lo telúrico o lo sísmico adjetivan de manera elocuente sus propias palabras: «Vivo en un territorio en el que la piedra invade el paisaje. Galicia es una de las piezas clave para estudiar la historia geológica de la Tierra; es un laboratorio natural. (…) el propio material se acaba transformando en una pieza cerámica que hace millones de años fue una roca. (…) Una sección de paisaje que se fue descomponiendo y erosionando hasta convertirse en algo que mis manos pueden modelar. Me parece apropiado hablar de la escultura a través de su material más elemental”. En este sentido, resulta importante recordar que su material es la porcelana y ésta no se encuentra así en la naturaleza, sino que es la combinación de tres elementos -cuarzo, feldespato y caolín- que son, a su vez, elementos fundamentales en la formación de la Tierra.
Gabriela Albergaria nos conduce a otro sitio y basa su trabajo en una naturaleza manipulada, transportada e históricamente construida, reflexionando sobre la influencia de la acción humana críticamente, ahondando en cómo se ha transformado el paisaje por relaciones de poder, domesticando la naturaleza a partir de la construcción de jardines que tanto nos hablan de la ficción de lo virtualmente autóctono como de la incuestionable mudanza y transmutación de los ecosistemas. En esa suerte de naturaleza impostada e importada, colonizada y performativa, los jardines son para Gabriela Albergaria un sistema de representación y, como sabemos bien, una representación no es lo mismo que una imagen, sino que es algo muy específico, un acto deliberado realizado de acuerdo a unos parámetros o criterios desarrollados a lo largo del tiempo. Sus obras son, por tanto, una suerte de consecuencia, y más que de naturaleza, la artista nos habla de las distintas maneas que tenemos de verla, de acercarnos a ella, de estructuras, de jerarquías, en definitiva, de construcciones culturales que, aunque fabricamos, también nos encontramos para que estas acaben definiendo nuestro propio contexto visual. Si decía Pasolini que basta el giro de un milímetro del ángulo desde el que se mira para que nuestra visión del mundo sea completamente distinta, Gabriela Albergaria coloca los mimbres para que seamos nosotros, como espectadores activos, quienes seamos capaces de construir una visión de esas formas encontradas y serendípicamente poder gritar: ¡Tierra a la vista!